Alejandra Pizarnik pertenece a la dramática lista de las víctimas de la tristeza que jugó más allá que en contra y le costó la vida al alma que la soportó. Se suicido a los 36 años, al no poder superar jamás el estado crítico que le agobió el sentido.
Sin embargo, su obra es poderosa; es como ella, eurfórica y taciturna, libre y condenada. Cada poema de Pizarnik es una obra en sí; es más que una pieza, es una totalidad. Es de las pocas poetisas cuyas letras hicieron un perfecto código de sensaciones; de las pocas que al leerlas, uno puede acercarse a las orillas del mundo y verlo desde la perspectiva de las ilusiones malditamente perfectas y las desilusiones malditamente perfectas. Ella, en cada poema, envolvió los recursos del alma, en su fealdad y bondad y los exhibió sin más intención que esconderse ella misma. Su espíritu es de los pocos espíritus en que la poesía no fue un don otorgado, sino una divinidad en sí misma.
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