El genocidio de Ruanda: aberración cultural y culpa colonial
A pesar de que era completamente
conocida la brutal rivalidad y el acendrado rencor entre las dos etnias más
poderosas de Ruanda: los tutsi y los hutu, jamás a ningún analista,
especialista, experto o asesor político de las instituciones de paz y
desarrollo mundiales se le hubiera ocurrido imaginar lo que sucedería entre
inicios de abril de 1994 y mediados de julio de ese mismo año.
En casi 100 días, de 6 millones y
medio de personas, sólo quedarían vivas 4 millones 900 mil. Más de un millón y
medio serían salvajemente asesinadas en medio de una guerra civil espantosa y
de pronóstico aún más terrorífico.
Ruanda fue un doble protectorado:
primero alemán y después belga. Ambas naciones se aprovecharon de la fuerte
rivalidad entre hutus y tutsis para “dividir” políticamente el país a su
conveniencia. Debido a que el régimen dominante al momento de la “conquista”
centroafricana era de control tutsi, a los alemanes y a los belgas les pareció
ideal apoyar a estos para su afianzamiento y dominio del país.
Desde 1918 hasta 1961, la
monarquía belga apoyó de manera prácticamente indiscriminada y cínica a la
monarquía tutsi, y al usarse el término “cínica” no se trata de una simpleza
léxica: fue absurdamente cínico en su apoyo en detrimento de los hutus.
La segregación y discriminación
abierta de los tutsis hacia los hutus, al privar a estos de cualquier chance de
integración nacional dentro del esquema político, económico o administrativo
del reino sólo generó lo esperado: una formación cada vez más grande de
conspiraciones y de asociaciones secretas y ni tan secretas de hutus cada vez
más enfurecidos. Estos terminaron creando frentes de lucha, primero, para
democratizar el país, y luego para
arrebatárselo de las manos violentamente a los tutsis. Esto último no fue
necesario, o no del todo. En 1959, el gobierno belga entró en abierto conflicto
con los gobernantes tutsis; el cambio de monarca no fue lo mejor que pudo haber
pasado. La muerte del monarca Mutara III dejó en el poder a su joven hijo
Kigeli V, el cual presentó a Bélgica una propuesta tan ambiciosa como ridícula,
basándose en el hecho de que el colonialismo estaba llegando a su fin y
elevando sus exigencias a un nivel tal que los belgas consideraron el hecho de
tener que apoyar a los hutus.
Los belgas incurrieron en una
ingenuidad histórica al pensar que la etnia hutu iría por la continuidad del
régimen colonial. Apenas se logró hacer posible el fin de la larga lucha por la
emancipación hutu, iniciada casi un siglo antes, lo primero que exigieron los
“nuevos favoritos” fue el fin de la monarquía y la creación de la figura
republicana. La presión se convirtió en una rebelión de facto de la población
hutu, que siempre ha sido mayoritaria en Ruanda (80%, por 20% tutsi), y a
Bélgica no le quedó más remedio que firmar los acuerdos de la independencia del
país un año más tarde.
Entre 1962 y 1990 los conflictos
internos fueron una constante en el país: los tutsis exiliados crearon el Frente
Patriótico Ruandés cuya intención era no sólo regresar al poder sino incluso
“higienizar racialmente” el territorio. Desde naciones como Uganda y Tanzania,
los ahora rebeldes del régimen republicano llevaron a cabo desde atentados
hasta asesinatos selectivos. Los hutus y tutsis que residían en el país, aunque
intentaron convivir en paz resultaban víctimas de la violencia política que les
pedía mantener una decisión y elegir un bando. Miles de familias hutus que
habían convivido durante años con familias tutsis vivían bajo la constante
presión de “raza y nación”.
Para 1990 los tutsis lanzaron una
fortísima ofensiva desde Uganda para recobrar el poder. El presidente de la
nación, Juvenal Habyarimana, un hutu moderado, no tuvo más remedio que negociar
con los insurgentes firmándose los acuerdos de Arusha en 1993, en los cuales se
aceptó compartir el poder entre las dos etnias.
Al parecer este fue el detonante
del plan hutu para deshacerse de los tutsi para siempre. La implicación de
tenerlos de nuevo como parte del poder o como gobernantes alternativos creó en
muchos de los radicales la creencia de que volverían a gobernar el país tarde o
temprano; esa idea era tan inaceptable que desde el gabinete de Habyarimana se
comenzó a orquestar la idea más tenebrosa y terrorífica que puede ocurrírsele a
cualquier régimen o persona: la eliminación física total del “adversario”.
El 6 de abril, inicio de las
terribles matanzas étnicas, Juvenal Habyanarama sufrió un atentado que cobró su
vida. Los hutus en el gobierno no estaban dispuestos a compartir nada con los
tutsis, e irían más allá: su plan era exterminar a la etnia enemiga.
Los aniquilamientos fueron
perfectamente dirigidos desde el ejército ruandés. Se usaron tácticas
paramilitares como el de las brigadas Interahamwe (golpear juntos), que fueron
armadas con mazas con púas, hachas, machetes, cuchillos y granadas. Gran parte
de estas brigadas recibió también armas de fuego de Francia. Se trataba de
fuerzas muy radicales que demostraron una enorme efectividad y crueldad contra
sus víctimas. Se estima que de los más de 800 mil tutsis muertos, la
Interahamwe se encargó de matar al 85%., lo que indica su altísima convicción
ideológica criminal.
La búsqueda y aniquilación se dio
por todo el país. En menos de 30 días el exterminio había cobrado alrededor de
300 mil vidas. En estos días, el Frente
Patriótico Ruándes atacó desde la zona noroeste el 30 de abril comenzando un
intercambio de crueldades con los hutus.
Lo imperdonable fue que la ONU y
los países integrantes del Consejo de Seguridad se negaron a ayudar a la
población y la abandonaron a su suerte, hasta que el 23 de junio de 1994
Francia, con aprobación del organismo lanzó la “operación turquesa”, para
asegurar una zona humanitaria. Sospechosamente el ejército francés lo que
provocó fue que los tutsis no pudieran retomar el control total del país
protegiendo básicamente a los hutus. Esto igual no detuvo las represalias de
los tutsis que acabaron entre junio y julio con la vida de alrededor de 200 mil
hutus que encontraron en su camino.
El día 19 de julio de 1994 se
declaró el alto al fuego y el fin del genocidio y la guerra civil. Habían
muerto más de 1 millón 100 mil personas y más de 3 millones se hallaban en
condición de refugiadas en Tanzania, Uganda y Zaire.
La guerra no sólo ocasionó la
debilitación social, sino que agravó enormemente el odio étnico que hasta ahora
sigue vigente. Lo único que detiene a los ruandeses para intentar otra acción
de esta naturaleza es el sentido común. Su vida transcurre entre vengar o
perdonar, una situación moral que ha definido desde 1994 la formación de la
nación. Una madurez civil que sigue estando en juego.
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