Ganó Maduro muy ajustadamente y aún así se siente el “dueño” de
su país.
De una persona que habla con
pájaros no se pueden esperar cosas razonables. Nicolás Maduro, el torcido
delfín de Hugo Chávez, ganó con el 50.6%
de los votos la reñida elección venezolana a mediados de este mes, en medio de acusaciones de compra de voluntades
electorales en regiones enteras del país. Cosa que preocupa porque, si con
fraude incluido en el combo ganó de panzazo, si hubiera sido una elección justa
la perdía seriamente.
Y esto es lo que pelea el candidato
opositor Henrique Capriles: señala que hubo muchas irregularidades y que estas deben
investigarse a fondo. Keep on dreaming, Capriles. Maduro, al mejor estilo de
las izquierdas “justicieras” sudamericanas, sobre todo como la Argentina, está
haciendo de ese 0.6% de votantes a favor una ilusión demagógica tal que cree
que ya tiene derecho a llevarse entre las patas a toda la nación. Es decir, el
49% que no votó por él no vale, no importa y es prescindible. Es decir, estos
regímenes autoritarios como el venezolano, el argentino o el boliviano
consideran que los que pierden una elección son como los que pierden una guerra
y no merecen piedad ni consideración. Dejan de ser vistos como ciudadanos y se
convierten automáticamente en “estorbos” sin importancia a los que hay que
ignorar y, de ser necesario (más que necesario), neutralizar. Así ven las cosas
personas como Nicolás Maduro: como dictadores. Y es lo que le espera a
Venezuela: un régimen (“modelo”, lo llaman “amistosamente” en Argentina los
oficialistas) de ajuste de cuentas, de acotamiento de libertades, de control
militar, de rigidez mental, de ausencia de justicia, y por ende de más pobreza
y más desigualdad. Una maravilla en todo el sentido de la palabra. ¿Quién dice
que usar el hambre de tu propio pueblo a tu favor no reditúa?
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