lunes, 13 de mayo de 2013


El genocidio de Ruanda: aberración cultural y culpa colonial

A pesar de que era completamente conocida la brutal rivalidad y el acendrado rencor entre las dos etnias más poderosas de Ruanda: los tutsi y los hutu, jamás a ningún analista, especialista, experto o asesor político de las instituciones de paz y desarrollo mundiales se le hubiera ocurrido imaginar lo que sucedería entre inicios de abril de 1994 y mediados de julio de ese mismo año.

En casi 100 días, de 6 millones y medio de personas, sólo quedarían vivas 4 millones 900 mil. Más de un millón y medio serían salvajemente asesinadas en medio de una guerra civil espantosa y de pronóstico aún más terrorífico.


Ruanda fue un doble protectorado: primero alemán y después belga. Ambas naciones se aprovecharon de la fuerte rivalidad entre hutus y tutsis para “dividir” políticamente el país a su conveniencia. Debido a que el régimen dominante al momento de la “conquista” centroafricana era de control tutsi, a los alemanes y a los belgas les pareció ideal apoyar a estos para su afianzamiento y dominio del país.

Desde 1918 hasta 1961, la monarquía belga apoyó de manera prácticamente indiscriminada y cínica a la monarquía tutsi, y al usarse el término “cínica” no se trata de una simpleza léxica: fue absurdamente cínico en su apoyo en detrimento de los hutus.

La segregación y discriminación abierta de los tutsis hacia los hutus, al privar a estos de cualquier chance de integración nacional dentro del esquema político, económico o administrativo del reino sólo generó lo esperado: una formación cada vez más grande de conspiraciones y de asociaciones secretas y ni tan secretas de hutus cada vez más enfurecidos. Estos terminaron creando frentes de lucha, primero, para democratizar el país, y  luego para arrebatárselo de las manos violentamente a los tutsis. Esto último no fue necesario, o no del todo. En 1959, el gobierno belga entró en abierto conflicto con los gobernantes tutsis; el cambio de monarca no fue lo mejor que pudo haber pasado. La muerte del monarca Mutara III dejó en el poder a su joven hijo Kigeli V, el cual presentó a Bélgica una propuesta tan ambiciosa como ridícula, basándose en el hecho de que el colonialismo estaba llegando a su fin y elevando sus exigencias a un nivel tal que los belgas consideraron el hecho de tener que apoyar a los hutus.

Los belgas incurrieron en una ingenuidad histórica al pensar que la etnia hutu iría por la continuidad del régimen colonial. Apenas se logró hacer posible el fin de la larga lucha por la emancipación hutu, iniciada casi un siglo antes, lo primero que exigieron los “nuevos favoritos” fue el fin de la monarquía y la creación de la figura republicana. La presión se convirtió en una rebelión de facto de la población hutu, que siempre ha sido mayoritaria en Ruanda (80%, por 20% tutsi), y a Bélgica no le quedó más remedio que firmar los acuerdos de la independencia del país un año más tarde.

Entre 1962 y 1990 los conflictos internos fueron una constante en el país: los tutsis exiliados crearon el Frente Patriótico Ruandés cuya intención era no sólo regresar al poder sino incluso “higienizar racialmente” el territorio. Desde naciones como Uganda y Tanzania, los ahora rebeldes del régimen republicano llevaron a cabo desde atentados hasta asesinatos selectivos. Los hutus y tutsis que residían en el país, aunque intentaron convivir en paz resultaban víctimas de la violencia política que les pedía mantener una decisión y elegir un bando. Miles de familias hutus que habían convivido durante años con familias tutsis vivían bajo la constante presión de “raza y nación”.

Para 1990 los tutsis lanzaron una fortísima ofensiva desde Uganda para recobrar el poder. El presidente de la nación, Juvenal Habyarimana, un hutu moderado, no tuvo más remedio que negociar con los insurgentes firmándose los acuerdos de Arusha en 1993, en los cuales se aceptó compartir el poder entre las dos etnias.
Al parecer este fue el detonante del plan hutu para deshacerse de los tutsi para siempre. La implicación de tenerlos de nuevo como parte del poder o como gobernantes alternativos creó en muchos de los radicales la creencia de que volverían a gobernar el país tarde o temprano; esa idea era tan inaceptable que desde el gabinete de Habyarimana se comenzó a orquestar la idea más tenebrosa y terrorífica que puede ocurrírsele a cualquier régimen o persona: la eliminación física total del “adversario”.

El 6 de abril, inicio de las terribles matanzas étnicas, Juvenal Habyanarama sufrió un atentado que cobró su vida. Los hutus en el gobierno no estaban dispuestos a compartir nada con los tutsis, e irían más allá: su plan era exterminar a la etnia enemiga.

Los aniquilamientos fueron perfectamente dirigidos desde el ejército ruandés. Se usaron tácticas paramilitares como el de las brigadas Interahamwe (golpear juntos), que fueron armadas con mazas con púas, hachas, machetes, cuchillos y granadas. Gran parte de estas brigadas recibió también armas de fuego de Francia. Se trataba de fuerzas muy radicales que demostraron una enorme efectividad y crueldad contra sus víctimas. Se estima que de los más de 800 mil tutsis muertos, la Interahamwe se encargó de matar al 85%., lo que indica su altísima convicción ideológica criminal.

La búsqueda y aniquilación se dio por todo el país. En menos de 30 días el exterminio había cobrado alrededor de 300 mil vidas. En estos días,  el Frente Patriótico Ruándes atacó desde la zona noroeste el 30 de abril comenzando un intercambio de crueldades con los hutus.

Lo imperdonable fue que la ONU y los países integrantes del Consejo de Seguridad se negaron a ayudar a la población y la abandonaron a su suerte, hasta que el 23 de junio de 1994 Francia, con aprobación del organismo lanzó la “operación turquesa”, para asegurar una zona humanitaria. Sospechosamente el ejército francés lo que provocó fue que los tutsis no pudieran retomar el control total del país protegiendo básicamente a los hutus. Esto igual no detuvo las represalias de los tutsis que acabaron entre junio y julio con la vida de alrededor de 200 mil hutus que encontraron en su camino.

El día 19 de julio de 1994 se declaró el alto al fuego y el fin del genocidio y la guerra civil. Habían muerto más de 1 millón 100 mil personas y más de 3 millones se hallaban en condición de refugiadas en Tanzania, Uganda y Zaire.

La guerra no sólo ocasionó la debilitación social, sino que agravó enormemente el odio étnico que hasta ahora sigue vigente. Lo único que detiene a los ruandeses para intentar otra acción de esta naturaleza es el sentido común. Su vida transcurre entre vengar o perdonar, una situación moral que ha definido desde 1994 la formación de la nación. Una madurez civil que sigue estando en juego.


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